Estaba sentada en un sofá incómodo, me clavaba uno de los
muelles y tenía entre las manos una taza del café más amargo que había probado
en mi vida. ¿Esa mujer no sabía lo que era el azúcar? Mari Cabrah me había
prestado algo de ropa, unos pantalones vaqueros desgastados y una camiseta de
tirantes negra. El tejido del sofá me hacía cosquillas en los pies descalzos.
Volvió de la cocina con otra taza para ella y se bebió la
mitad de un trago, dejó la taza en la mesa y me miró a los ojos.
-¿Tienes alguna pregunta?
-¿Quién eres?- Dije atreviéndome a mirar sus ojos de nuevo.
Dejando de juguetear con el sofá y mis dedos de los pies. Poniéndome seria de
pronto.
-Pequeña cachorrito. Soy en lo que te vas a convertir. Soy
una guerrera de La Madre. Una mujer Loba. Soy un Garou. Sí, no me mires con esa
cara, tú viste lo que podías hacer con tu cuerpo y tu alma, no me mires como si
estuviese loca, cuando tú misma ya conoces las respuestas dentro de tu corazón.
-Y ahora…
¿Qué?
-¿Por qué no empiezas por contarme tu pasado, dejarlo atrás
y explorar tu nueva vida?
Mi pasado… No, no le contaría a una extraña mi pasado. Me
avergonzaba demasiado mi inutilidad, mi cobardía, mi sentimiento de culpa.
Cómo contarle a esa joven de mirada salvaje que no soy como
ella, que por mucho que lo intenté jamás tendré su coraje, su independencia y
rebeldía. No, mi pasado no es un pasado lleno de cosas interesantes, anécdotas
divertidas o momentos felices. Y no podría contarle nada, no quiero ver en su
rostro la más mínima compasión. No quiero que me compadezcan.
-Puedes hacerlo, pequeña. No te voy a juzgar. Creeme, yo
tampoco tuve una buena vida, y mírame ahora.
Podrás pensar que no es la mejor
casa del mundo, que mi ropa no es muy bonita, pero tengo lo único que puedo
necesitar. Tengo a mis chicos y a la Madre.
No entendí muy bien lo que quería decirme, pero el tono de
su voz me hizo cambiar de opinión. Supe que no me compadecería, que no se
horrorizaría por mi pasividad. Supe que ella se daría cuenta de que yo no
estaba preparada, que solo esperaba el momento oportuno, así que empecé a
hablar.
“Hoy casi no recuerdo a mi madre. Solo su sonrisa y algunas
pequeñas tonterías. Me acuerdo que cuando vine de Grecia a Estados Unidos
tendría unos tres años. El viaje en avión me daba muchísimo miedo y pasé la
mayor parte del viaje llorando. Me acuerdo de mis abuelas y tías. Bueno, no
eran de mi familia, pero me querían tanto o más que a un familiar. Recuerdo que
crecí entre ellas y ahora me doy cuenta de que cuando soñaba con ellas y en mis
recuerdos había lobos correteando por allí, jugando conmigo y mordisqueando mis
orejas, puede que no fuesen invención mía después de todo, que sí pasase en
realidad.
Es lo único que recuerdo de mi infancia en Europa.
Estuvimos dos años aquí. Conocí a más mujeres de miradas
sabías y salvajes. A mujeres que parecían estar más allá del tiempo, ser casi
divinas. Algunos hombres fieros, salvajes e indómitos pasaban también por mi
casa. Me daban miedo, pero cuando me miraban siempre me regalaban una sonrisa y
me tranquilizaban con sus cálidos ojos.
Un día, mi madre me dejó con una vecina. No recuerdo casi
nada de aquello. Solo se que lloraba todo el día. Sabía que ella no iba a
volver.
Después no fue una mala época. El año siguiente estuve en el
orfanato del que me has sacado a rastras he hice muchas amigas. Empecé a ser
una chica normal, una niña de ciudad. Hasta que llegó él.
Al principio era muy cariñoso. Cada vez que ibas a la
consulta te regalaba una piruleta, te decía lo hermosa que ibas a ser de mayor
y que eras la que mejor se portaba de todo el centro. Hacía sentir a cada una
de nosotras, que éramos sus preferidas.
Pero después de un tiempo… Bueno, él… Ya sabes…
Está bien, no me mires así. Él empezó a interesarse por mi.
Yo era bastante traviesa y por lo tanto me pasaba en terapia más tiempo que
cualquiera. En realidad no es que necesitásemos ir al psicólogo, pero la
directora casi nunca estaba, y cada vez que te castigaba alguna cuidadora, te
mandaban una hora a terapia para que pensases en lo que habías hecho.
Un día, un par de meses después de cumplir los siete años,
me propuso jugar a un juego. Él me prometió que sería bueno para mi. Que yo
tenía problemas por el abandono de mi madre y así los solucionaríamos. Me hizo
desvestirme. Me quedé en braguitas. Aun las tengo, para recordarme que me
vengaría de ese cerdo. Eran de ositos. “
No podía seguir. Empecé a llorar, y Mari Cabrah se sentó en
el sillón a mi lado, me pasó un brazo por encima y secó mis lágrimas. Me encogí
ante su contacto, pero me dio fuerzas para seguir contándole mi vida. Sabía que
ella comprendería. Sabía que no tenía de qué avergonzarme. Suspiré y cuando
recuperé la voz, continué.
“Cuando yo estuve desnuda, él bajó la bragueta de su
pantalón y empezó a acariciarse. Me dijo que mirase, que no apartase la vista.
Que tarde o temprano me terminarían gustando aquellas horas de terapia nuevas.
Que yo era su preferida. Al principio solo me hacía mirar.
Yo me quejé a una de las cuidadoras y me llevaron a hablar
con la asistenta social. Pero no hizo nada. El doctor Williams era un respetado
psiquiatra de Nueva York y jamás le darían esa mala fama a un hombre tan bueno,
respetado y admirado, que había preferido trabajar en un hospicio de mala
muerte dejando a todos sus acaudalados clientes de lado.
Estaba atrapada. No tenía a quién quejarme. Así que procuré
portarme bien para que no tuviesen excusa para castigarme y llevarme a terapia.
Pero no podía evitar tener que ir de vez en cuando. Todas estábamos
obligadas a ir al menos una vez cada dos semanas.
El día de mi undécimo cumpleaños él me hizo un regalo. Me
llamó a su despacho cuando acabaron las clases. Me regaló un conejito de
peluche. Cuando le di las gracias y fui hacia la puerta me paró y me dijo “no
tan rápido princesa” siempre me llamaba así. “Ahora, tú vas a tener que
regalarme el tuyo” Empecé a llorar y quise gritar, pero me había tapado la boca
con su grasienta y asquerosa mano. Cuando se aseguró de que no grataría más,
desabrochó mi uniforme y me sentó sobre la mesa de su despacho.
Jamás olvidaré el dolor. El olor a sudor acre, a sangre y a
miedo. Lloré lágrimas que parecían de fuego y maldije a mi madre por haberme
abandonado allí. Maldije a la asistenta social por no hacer nada y me maldije a
mi misma por no tener el valor de coger la lámpara y romperle la cabeza.
Cuando volví a mi habitación, estuve tres días sin
levantarme de la cama, lloraba y no hablaba con nadie, no comía, y solo bebía
el agua que corría por mis mejillas.
Así pasaron tres años. Cuando fui lo suficientemente mayor
para saltar la reja me escapaba de mis horas obligatorias de terapia. Pero
después era peor, por que el castigo era más severo. Así que opte por sufrir en
silencio, alejarme de la gente y no dejar que nadie me tocase. Era una
adolescente de catorce años que no soportaba la idea de que nadie se acercase a
ella.
Odiaba a mis compañeras cuando suspiraban por algún chico
que habían conocido en la calle. Cuando venían contando que un tal Jon, o un tío
cualquiera llamado Mike las había besado. Solo tenía una amiga. Hanna. Ella
tenía seis años menos que yo. Y era el ser más dulce de la tierra, con su
sonrisa inocente y sus brillantes ojos azules.
La quiero más que a nadie. Jamás dejaré que toquen a esa
niña. No dejaré que nada malo vuelva a pasarle. Nunca.
A los catorce me hice mujer. Y mis visitas al psicólogo descendieron en
picado. Creo que temía dejarme embarazada. Pero no descendieron lo suficiente.
Cuando vi que no me bajaba la regla y supe el motivo caí en depresión. Jamás
podría mirar a mi hijo a la cara sabiendo que era hijo suyo también. Dejé de
comer, me quedé en los huesos y a los dos meses aborté de forma natural. Cuando
Williams se enteró no volvió a tocarme.
Hace ya casi dos años de ello. Y han sido los dos años más
felices de mi vida. Hasta que me di cuenta de que algo no iba bien.
Ayer entré al despacho de ese mal nacido y le vi sonreírme,
con esa sonrisa blanda, pegajosa y de labios carnosos y rojos como dos gusanos
podridos. Y con un gesto teatral se guardó unas braguitas en el bolsillo de la
chaqueta. Rodeé su mesa e intenté llegar hasta su bolsillo. Se levantó y me
abofeteó en la cara tirándome al suelo. Pero las braguitas se cayeron de su bolsillo.
Las reconocí al instante. Yo había bordado el nombre que aparecía en ellas el
año anterior por Navidad. Eran de Hanna.
Y lo siguiente que recuerdo es el dolor placentero por todo
mi cuerpo, la rabia en mi interior y la satisfacción, casi el éxtasis de
arrancar su cabeza con mis garras. De morder sus entrañas y escupir su sangre
por toda aquella maldita sala. Escuché crujir su cráneo cuando lo aplasté entre
mis mandíbulas. Y destrocé ese escritorio en el que pasé el peor día de mi
vida. Lo hice por mi, por Hanna y por todas esas niñas que tampoco pudieron
alzar sus voces contra él. Por mi hijo no nacido y por todas las mujeres que
sufren eso alguna vez en su vida.
Cuando vinieron las cuidadoras yo estaba sentada en el
sueño, en medio del caos de la habitación. Con la cara llena de sangre y la
prenda de Hanna en las manos.
Después llegaste tú. Y el resto de historia te la sabes.”
Mari Cabrah me abrazó y dejó que llorase en su hombro.
-Todo va a cambiar, pequeña. Ya lo verás.