sábado, 12 de mayo de 2012

El principio


Conocía cual era su función. Jamás se planteó cambiar, o cuestionar nada. Todo era perfecto tal y como era. Todo era limpio, puro y racional. Amaba a todas las pequeñas cosas del mundo como sus predecesores le habían enseñado a amar, con el alma, entregado al máximo.

Ese día, sus ojos estaban clavados en la lejanía. Veía aquel territorio yermo y su corazón se enardeció mientras a su alrededor escuchaba los ruidos de la batalla. Los caballos relinchaban y se encabritaban deseosos de empezar a correr hacia el corazón enemigo. Ah, el enemigo... Para él esa batalla significaba más que para sus camaradas, para él era la destrucción de lo impuro, de la perfidia hecha ser vivo.

Su ejército, armado con lanzas, espadas y arcos le seguía con fe ciega, y él, acostumbrado a sentirse poderoso, sabía cómo hacer que un hombre muriese por su causa sin tan siquiera esforzarse. Solo estaba esperando el momento justo, esperaba a que la impaciencia los hiciese más temerarios, a que les llevase al frenesí y corriesen hacia su adversario sin pensar en el mañana.

Cuan diferente era aquello de su lugar de origen. Allí no habia guerras, nadie reclamaba el poder, pues todos lo tenían. Era una élite, eran los elegidos para gobernar aquel mundo tan frágil y moldeable. Pero ahora estaba entre aquellos hombres y tenía que actuar en consecuencia. Sacudió la cabeza para alejar la añoranza de su mente y su rubio cabello, bañado en sudor osciló brillando con el sol. La armadura era pesada y estaba ya caliente. El Sol brillaba por encima de sus cabezas. Era la hora.

Un grito rasgó el aire, un cuerno resonó a unos pocos pasos de distancia y junto a él, el estandarte se alzó hacia el cielo. Todo quedó en silencio durante unos momentos. Se escuchaban los latidos del corazón de millares de personas palpitando a la vez y cuando el cuerno enemigo tronó en la lejanía, corrieron hacia lo que para muchos sería la muerte.

En el fragor de la batalla no alcanzaba a distinguir nada excepto cuerpos metálicos que le golpeaban, caballos relinchando y espadas centelleando. El olor a sangre, el acre del sudor, enturbiaron sus sentidos y su visión se tornó roja, sus movimientos automáticos y su razón voló fuera de aquel lugar. Veía todo como si de un halcón, que sobrevuela la guerra, se tratase.

Sus hombres morían, gritaban, agonizaban, pero él sabía que su causa era justa. Que tras la muerte de aquellos inocentes se escondía la salvación de toda la raza humana, y por tanto mataba, sin distinguir rostros ni vidas, tan solo clavaba su espada en corazones insignificantes que se paraban con su roce. Y entonces los vio. Aquellos ojos.

Aquello era lo que había esperado. Reconocería esos ojos donde quiera que fuese. No a su portador, no su color, no su forma, si no su brillo. Eran atrayentes, sensuales, provocadores y burlones. Aquellos ojos eran la más dulce de las promesas y el mayor de los tormentos. Allí estaba su enemigo, la razón de toda aquella guerra, de toda aquella sangre. No luchó con él, pues sabía que sería imposible matarle en medio de aquella batalla, con tantas personas a su alrededor. Pero le miró y su odio se inflamó tanto que surgieron nuevas fuerzas en sus músculos.

Jamás olvidaría ya aquellos ojos que vio en la batalla. Nunca había visto a su enemigo en persona, pero aquel brillo le demostró que todo lo que había oído sobre él era cierto, y esto lo hacía mucho más aterrador.

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